martes, 16 de junio de 2009

EL ARTISTA COMO ETNÓGRAFO



Conversamos mucho en Ferrowhite acerca de nuestro hacer como museo y de las actividades que realizamos. Uno de los proyectos que venimos desarrollando desde 2006 es Archivo White, teatro documental, en el que trabajadores del ferrocarril y del puerto llevan sus vidas a escena. La pregunta que en general nos formulamos es qué lugar ocupan los vecinos en el museo ¿son un objeto de estudio? ¿son informantes? ¿cuál es la distancia que media entre ellos y la institución? Todas estas preguntas se agudizan con el teatro, con un ferroviario o un estibador en escena, con las miradas que a veces se desconciertan (¿qué hace un ferroviario bailando Ravel frente a cuarenta personas? ¿qué hace un estibador tocando una trompeta desafinada?) porque no saben muy bien dónde poner eso que ven. Nada de esto llega, sin embargo, a formularse aún como debate. Como también buscamos respuestas, como las que ya tenemos se someten continuamente a revisión, dejo un fragmento de Hal Forster, de El artista como etnógrafo, capítulo 6 de El retorno de lo real:

He acentuado el hecho de que se necesita la reflexividad para protegerse contra una sobreidentificación con el otro (mediante el compromiso, la autoalteración etc.) que puede comprometer esta otredad. Paradójicamente, como Benjamin dio a entender hace mucho tiempo, esta sobreidentificación puede alienar al otro más si no permite la alteración que ya funciona en la representación. Frente a estos peligros -de demasiada o demasiado poca distancia— he abogado por la obra paraláctica que intenta enmarcar al enmarcador cuando éste enmarca al otro. Éste es un modo de adaptarse al contradictorio status de la otredad en cuanto dada y construida, real y fantasmal. Este enmarcamiento puede ser tan sencillo como un pie de foto para un fotógrafo, como en el proyecto de The Bowery de Rosler, o la inversión de un nombre, como en los carteles de Heap of Birds o Baumgarten. Sin embargo, tal reenmarcamiento no es suficiente por sí solo. Una vez más la reflexividad puede llevar a un hermetismo, incluso un narcisismo, en el que el otro es oscurecido, el yo pronunciado; puede también llevar a un rechazo del compromiso sin más. ¿Y la distancia crítica qué garantiza? ¿Se ha convertido esta noción en algo de algún modo mítico, acrítico, una forma de protección mágica, un ritual de pureza por sí mismo? ¿Es tal distancia aún deseable, por no decir posible?
Quizá no, pero una sobreidentificación reductora con el otro no es tampoco deseable. Mucho peor, sin embargo, es una desidentificación criminal del otro. Hoy en día la política cultural, tanto de izquierdas como de derechas, parece atrapada en este callejón sin salida. En gran medida, la izquierda se sobreidentifica con el otro como víctima, lo cual la encierra en una jerarquía de sufrimiento por la cual los desheredados pueden hacer pocas cosas mal. En mucho mayor medida, la derecha se desidentifica del otro, al cual culpa como víctima, y explota esta desidentificación para construir la solidaridad política mediante el miedo y la aversión fantasmales. Frente a este callejón sin salida, la distancia crítica podría no ser tan mala idea después de todo.

Hal Forster, fragmento del capítulo 6, El artista como etnógrafo, de El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, Akal, Madrid, 2001.

jueves, 11 de junio de 2009

PEDRO FONTANA REYES NOS INVITA


ARCHIVO CABALLERO