Mario conoce a muchos en este cementerio, pero no a todos visita. No todos están en "el mapa". No todos son sus "clientes". Así llama Mario a sus amigos. "Mis clientes". Antes de ser ferroviario, Mario fue ayudante en una lechería. Durante nuestra recorrida, recuerda con gusto sus aventuras como repartidor de leche. Y si bien Mario ni siquiera flores lleva consigo, podría decirse que su paseo guarda en secreto la lógica del reparto. El reparto suponía una regularidad y esa regularidad la posibilidad de una relación entre vendedor y vecino en la que el sentido hoy habitual de la palabra "cliente" se trastoca por completo. Ante la fotografía de dos ancianos, Mario dice: yo les dejaba leche... y ella, en invierno - tomá, tomá-, me decía, yo tenía 13, 14 años, -una copita de anís-, o algo, -para calentar el cuerpo-." Son sus clientes quienes fueron generosos. "¡Cómo te vas a olvidar de esas cosas, era buenísima la vieja..!" También quienes han padecido los rigores de un destino mezquino. Esta es la tumba de Pedro Dieguez, ferroviario.
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Tumba del ferroviario Dieguez
No tiene cruz, ni siquiera nombre, pero figura, nítida, en el mapa. En el plano hay jugadores de fútbol que Mario admira, pero que recuerda por lo que "eran también afuera de la cancha", hay algún político cuya sencilla lápida da fe de una vida honesta, y hay muchos "pícaros", esos que como él, robaban gallinas "para comer entre todos". Generosidad y capacidad de trabajo son, en este mapa, puntos cardinales. Por eso el lugar culminante del recorrido es la visita a la tumba de su hermano Juan Carlos. A este, yo lo haría santo, te lo juro, es lo más grande que hay. Mario elaboró una lista en la que figuran todos sus hermanos, una suerte de ranking para establecer cual de ellos fue el más trabajador. Mirá: en la lista, yo llevo laburados sesenta años, él murió a los 43 y lo tengo primero a él en la lista que yo hice, una lista, un promedio: primero él, segundo Alberto que vimos allá, de trabajadores, ¿no? bestias, y yo me coloco tercero... yo estoy tercero, respeto la tabla de posiciones.
Mario se persigna en la recorrida por el cementerio
Eso sí, aunque sabe muy bien donde están, en el mapa no hay carneros, no hay ni un solo hijo de puta. Decidiendo frente a qué tumba se detiene, Mario reivindica su derecho a administrar, cada semana, un poco de justicia: un pingazo dice de uno; de otro ¡un hombre de gaucho! y de tantos: ¡era de bueeeno!. Otros, en cambio, le inspiran desprecio. Después de evocar brevemente su egoísmo, pusilanimidad o falsedad, los arroja de nuevo, hasta la semana que viene, al barro de la bronca que él supone podría provocarles ese castigo.
Mario lleva saludos, a veces noticias ("vas a tener otra nieta"), a veces preguntas. Su paseo pone en movimiento el lugar por excelencia inmóvil. El mapa que lo guía, ese mapa que lleva en la cabeza, resulta entonces menos útil para establecer límites que para borrarlos. No sirve si se quiere fijar con él, de una vez y para siempre, la frontera entre la ciudad de los vivos y la de los muertos. Su trazado sinuoso por sobre la cuadrícula del cementerio municipal, nos orienta en cambio a través de las cambiantes relaciones que los muertos establecen con los vivos. El hijo de tal, dice Mario, es el que hizo el otro día la instalación de las cloacas en su casa, al hermano de tal otro lo encontró hace unos días en una cena que se hizo en el Bulevar; con la mujer de aquel charla de vez en cuando.
"...en invierno - tomá, tomá-, me decía..." Cuando Mario habla así, ya no son las vereditas empinadas del cementerio las que pisa, son -amplias, ventosas, adoquinadas o de tierra – las calles de White y del Bulevar. Andando por ellas, el anís vuelve a darle calor.